Educación

LA EXCLUSIÓN Y LA ESCUELA:
El apartheid educativo como política de ocultamiento

Un zapato perdido (o cuando las miradas - saben – mirar)
Aquella mañana decidí salir con Mateo, mi pequeño hijo, a hacer unas compras. Las necesidades familiares eran, como casi siempre, eclécticas: pañales, disquetes, el último libro de Ana Miranda y algunas botellas de vino argentino difíciles de encontrar a buen precio en Río de Janeiro. Luego de algunas cuadras, Teo se durmió plácidamente en su
cochecito. Mientras él soñaba con alguna cosa probablemente mágica, percibí que uno de sus zapatos estaba desatado y casi cayendo. Decidí sacárselo para evitar que, en un descuido, se perdiera. Pocos segundos después una elegante señora, me alertó: “cuidado!, su hijo perdió un zapatito”, “Gracias – respondí – pero yo se lo saqué”. Algunos metros más adelante, el portero de un edificio de garaje, de sonrisa tímida y palabra corta, movió su cabeza en dirección al pié de Mateo, diciendo en tono grave: “el zapato”. Levantando el dedo pulgar en señal de agradecimiento, continué mi camino. Antes de llegar al supermercado, doblando la esquina de la Avenida Nossa Senhora de Copacabana y Rainha. Elizabeth, una surfista igualmente preocupada con el destino del zapato de Teo dijo: “o/, mané, tu hijo perdió la sandalia” Erguí el dedo nuevamente y
sonreí agradeciendo, ya sin tanto entusiasmo. En el supermercado, los llamados de atención continuaron. La supuesta pérdida del zapato de Mateo no dejaba de generar diferentes muestras de solidaridad y alerta. Llegando a nuestro departamento, Joao, el portero, haciendo gala de su habitual histrionismo, gritó despertando al niño: “Mateo! tu papá perdió de nuevo el zapato”.
El sol tornaba aquella mañana especialmente brillante. La preocupación de las personas con el paradero del zapato de mi hijo, aunque insistente, le brindaba un toque solidario que la hacía más alegre o, al menos, fraternal. Sin embargo, una vez a resguardo de los llamados de atención, comenzó a invadirme una incómoda sensación de malestar.
Río de Janeiro es, como cualquier gran metrópoli latinoamericana, un territorio de profundos contrastes, donde el lujo y la miseria conviven de forma no siempre armoniosa. Mi desazón era, quizás, injustificada: ¿qué hace del pié descalzo de un niño de clase media motivo de atención y circunstancial preocupación en una ciudad con centenas de chicos descalzos, brutalmente descalzos? ¿Por qué, en una ciudad con decenas de familias viviendo a la intemperie, el pié superficialmente descalzo de Mateo llamaba más la atención que otros pies cuya ausencia de zapatos es la marca inocultable de la barbarie que supone negar los más elementales derechos humanos a millares de individuos?
La pregunta me parecía trivial. Sin embargo, de a poco, fui percibiendo que aquel acontecimiento encerraba algunas de las cuestiones centrales sobre las nuevas (y no tan nuevas) formas de exclusión social y educativa vividas hoy en América Latina. Y esta sensación, lejos de tranquilizarme, me perturbó todavía más.
Traté de ordenar, en vano, mis ideas.
La posibilidad de reconocer o percibir acontecimientos es una forma de definir los límites siempre arbitrarios entre lo “normal” y lo “anormal”, lo aceptado y lo rechazado, lo permitido y lo prohibido.
De allí que, mientras es “anormal” que un niño de clase media ande descalzo, es absolutamente “normal” que centenas de chicos de la calle anden sin zapatos y deambulando por las calles de Copacabana pidiendo limosnas. La “anormalidad” vuelve los acontecimientos visibles, al mismo tiempo en que la “normalidad” suele tener la facultad de ocultarlos. Lo “normal” se vuelve cotidiano. Y la visibilidad de lo cotidiano se desvanece (insensible o indiferente) como producto de su tendencial naturalización.
En nuestras sociedades fragmentadas, los efectos de la concentración de riquezas y la ampliación de miserias, se diluyen ante la percepción cotidiana, no sólo como consecuencia de la frivolidad discursiva de los medios de comunicación de masas (con su inagotable capacidad de canalizar lo importante y sacralizar lo trivial), sino también por la propia fuerza que adquiere todo aquello que se torna cotidiano, o sea, “normal”.
Expresado sin tantos rodeos, lo que pretendo decir es que, hoy, en nuestras sociedades dualizadas, la exclusión es invisible a los ojos. Ciertamente, la invisibilidad es la marca más visible de los procesos de exclusión en este milenio que comienza. La exclusión y sus efectos están ahí. Son evidencias crueles y brutales que nos enseñan las esquinas, que comentan los diarios, que exhiben las pantallas. Sin embargo, la exclusión parece haber perdido poder para producir espanto e indignación en una buena parte de la sociedad. En los "“otros" y en "nosotros"
La selectividad de la mirada cotidiana es implacable: dos pies descalzos no son dos pies descalzos. Uno es un pié que perdió el zapato. El otro es un pié que, simplemente, no existe. Nunca existió ni existirá. Uno es el pié de un niño. El otro es el pié de nadie.
La exclusión se normaliza y, al hacerlo, se naturaliza. Desaparece como “problema” para volverse sólo un “dato”. Un dato que, en su trivialidad, nos acostumbra a su presencia. Dato que nos produce una indignación tan efímera como lo es el recuerdo de la estadística que informa el porcentaje de individuos que viven por debajo de la “línea de pobreza”. (En Brasil, hoy, casi un tercio de la población, cerca de 50 millones de personas, vive en la indigencia, tiene un ingreso mensual inferior a 32 dólares y no consume el mínimo de calorías diarias recomendada por la Organización Mundial de la Salud. Según datos recientes de la Cepal (2000), en América Latina, existen 220 millones de pobres, más de la mitad de ellos son niños, niñas y jóvenes. Peor aún, más de la mitad del total de niños, niñas y jóvenes existentes en la región son pobres. De tal forma, tener menos de 12 años y no ser pobre, en América Latina, es una cuestión de suerte: casi el 60% de la población en ese grupo de edad, lo es. El mapa de la pobreza latinoamericana contrasta con una brutal concentración de la riqueza que hacen de ésta, la región más injusta del planeta... Datos que, en rigor, a todos le importan, pero que casi nadie recuerda.
Datos que a todos indignan, pero que rápido se desvanecen) En nuestras sociedades fragmentadas, los excluidos deben acostumbrarse a la exclusión. Los no excluidos también. Así, la exclusión se desvanece en el silencio de los que la sufren y en de los que la ignoran... o la temen. De cierta forma, debemos al miedo el mérito de recordarnos diariamente la existencia de la exclusión. El miedo a los efectos de la pobreza, de la marginalidad. El miedo a los efectos que produce el hambre, la desesperación o, simplemente, el desencanto.
La selectividad de la mirada temerosa es implacable: dos pies descalzos no son dos pies descalzos. Uno es el pie de un niño.
El otro es el pié de una amenaza. (La mirada insegura es blanca. El pié de nadie, el que amenaza, negro)
Sin embargo, el miedo no nos hace “ver” la exclusión. El miedo sólo nos conduce a temerla. Y el temor es siempre, de una u otra forma, aliado del olvido, del silencio.
El miedo “aquí en el Sur” es, casi siempre, un subproducto de la violencia. Una violencia cuya vocación es ocultarse, volverse invisible a los ojos de los que la sufren, o presentarse de forma edulcorada en los discursos de la élite que la produce (Pinheiro, 1998)
La selectividad de la mirada desmemoriada es implacable: dos pies descalzos no son dos pies descalzos, en Río de Janeiro. Uno es el pié de un niño. El otro, es un obstáculo.
La mirada normalizadora
De cierta forma, la normalización de la exclusión comienza a producirse cuando descubrimos que, al final de cuentas, en una buena parte del mundo, hay más excluidos que incluidos. En materia teórica, esto trae consigo un sinnúmero de problemas analíticos. Ningún concepto es bueno cuando se lo usa para definir tantas cosas al mismo tiempo, “excluidos los hay y por todas partes: pobres, desamparados, inempleables, sin –techo, mujeres, jóvenes, sin - tierra, ancianos/as, negros/as, personas con necesidades especiales, inmigrantes, analfabetos/as, indios/as, niños/as de la calle. La suma de las minorías acaba siendo la inmensa mayoría. Y ser mayoría tiene su costo: la transparencia. La sociología de la exclusión acaba consagrando tantas situaciones bajo su óptica que, lo que va quedando – excluido- del concepto exclusión es, hoy en día un sector bastante reducido de la población.
Tal como afirma el sociólogo francés Robert Castel (1997), podemos reconocer tres formas cualitativamente diferenciadas de exclusión.
Por un lado, la supresión completa de una comunidad mediante prácticas de expulsión o exterminio. Es el caso de la colonización española y portuguesa en América, del Holocausto perpetrado por el Régimen Nazi y de las luchas interétnicas que acaban con la vida de millares de personas en el continente africano. También, la marca imborrable
de una historia de desapariciones, impunidad y olvido jurídicamente decretado que nos han impuesto dictaduras bestiales y gobiernos civiles irresponsables estas, al parecer, insignificantes republiquetas del Sur.
Por otro, la exclusión como mecanismo de confinamiento o reclusión. Es el destino asignado antiguamente a los leprosos y, en nuestras sociedades modernas, a los niños delincuentes, a los indigentes y a los locos confinados en asilos, a los “deficientes” escondidos en instituciones “especiales” o a los ancianos recluidos en hogares geriátricos de dudoso origen y tenebroso destino. Las prisiones son también un buen ejemplo de este tipo de dispositivo de exclusión. Finalmente, la tercera modalidad de práctica excluyente consiste en segregar incluyendo, esto es, atribuir un status especial a determinada clase de individuos, los cuales no son ni exterminados físicamente ni recluidos en instituciones especiales. Es el caso de los sin - techo, de los “inempleados”, de los niños que deambulan abandonados por nuestras ciudades, de una buena parte de
la población negra y de los inmigrantes clandestinos. Esta forma de exclusión significa aceptar que determinados individuos están dotados de las condiciones necesarias como para convivir con los incluidos, sólo que en una condición inferiorizada, subalterna, desjerarquizada. Son los sub-ciudadanos, los que participan de la vida social sin los derechos de aquellos que sí poseen las cualidades necesarias para una vivencia activa y plena en los asuntos de la comunidad.
Es obvio que así como las dos primeras formas de exclusión no han desaparecido, la tercera ha ido creciendo y ampliándose con fuerza temeraria (Castel, 1997).
Podríamos decir que, en nuestras sociedades fragmentadas, ésta es la forma “normal” de excluir. Y siendo “normal” es la forma transparente, invisible de excluir.
Conviene asimismo aclarar que esta transparencia no se produce de forma pasiva sino mediante la aceptación, en gran medida activa, de los propios “incluidos”. La naturalización del infortunio vivida por muchos, nunca es producto de causas naturales. Se trata de una construcción histórica, ideológica, discursiva, moral. Una construcción que tiende a imbricarse en la mirada cotidiana tornando los acontecimientos pasibles de
una invisibilidad artificial, aunque no por eso menos poderosa. Nadie ve nada, nadie tiene que ver con nada, nadie sabe nada. El silencio todo lo invade.
Y cuando las cosas se ven, cuando se tornan inexcusables, cuando todos saben todo y nadie dice nada, la mirada cotidiana las vuelve ajenas, las aliena: “problema de ellos”, “se lo merecen”, “algo habrán hecho”.
Estos procesos también operan en las otras formas de exclusión cuando ellas se generalizan. Un análisis brillante y al mismo tiempo doloroso de la tendencia es el libro de Daniel Jonah Goldhagen, Los verdugos voluntarios de Hitler (1997).
Los perpetradores de la Solución Final aplicada en la Alemania nazi no han sido ajenos a la construcción social de determinada moralidad, valores y creencias aceptadas por una buena parte del pueblo alemán como siendo necesarias e imperiosas. Se silencia aquello que, arbitrariamente, se convierte en algo “inevitable”. Dura lección que aprendimos también aquí, en estas silenciosas colonias del Sur.
De cierta forma, es posible reconocer que lo que distingue lo visible de lo invisible es una determinada jerarquía de valores, una cierta organización de sentidos. La mirada cotidiana opera movida por la selectividad de la conciencia moral.
Determinados acontecimientos se tornan chocantes, agradables, indignantes o placenteros, cuando entran en conflicto o van al encuentro de valores instituidos social y subjetivamente.
En la historia del zapato de Mateo, lo que distingue dos pies descalzos es el diverso contenido moral atribuido a las respectivas ausencias. Los llamados de atención (a veces solidarios, a veces represivos) ante la supuesta pérdida del zapatito, se contraponen a la ausencia de llamados de atención (indignados o solidarios) ante la pobreza de aquel cuyo pié descalzo es, lejos de un descuido, la marca inocultable de la relación social que lo convierte en un niño abandonado.
Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con la escuela?
La escuela de las muchas exclusiones
La útil categorización ofrecida por Robert  Castel permite, por ejemplo, ponderar mejor uno de los pocos logros que, en materia de política educativa, los gobiernos neoliberales latinoamericanos suelen ofrecer a sus críticos, el avance en los procesos de universalización de la escolaridad básica, lo cual estaría indicando – según afirman – una disminución progresiva (y tendencialmente total) de los índices de exclusión educativa.
Resulta evidente que el incremento en la tasa de escolarización, el aumento en el promedio de años de obligatoriedad escolar (que, en la región, pasó de un poco más de ocho años promedio, durante la década del 80, a casi diez a fines de los 90), así como la disminución del índice de analfabetismo absoluto y de las tasas de deserción y repetición escolar, no han sido mérito exclusivo de los gobiernos neoliberales y conservadores que gobernaron buena parte de América Latina durante los últimos veinte años.
Los sectores populares, con sus demandas y estrategias de lucha, orientaron acciones que permiten comprender cómo estos procesos de democratización, más que generosas dádivas, fueron producto de conflictos y resistencias sociales a las políticas de exclusión promovidas desde dentro y fuera del Estado. Como quiera que sea, dos décadas de ajuste, permite reconocer que, aunque los grandes problemas subsisten, los sistemas educativos son hoy, en América Latina, un poco menos excluyentes que algunos años atrás.
La cuestión, mientras tanto, parece más compleja. Resulta, sin lugar a dudas, altamente significativo que los sistemas educativos nacionales hayan alcanzado, en algunos casos, niveles tan importantes de universalización en materia de acceso y permanencia. Sin embargo, cualquier festejo apresurado puede ocultar algunas de las tendencias que han acompañado de forma perversa esta dinámica democratizadora.
En efecto, desde los procesos de colonización en adelante y especialmente, en el marco de la compleja constitución histórica de los estados nacionales latinoamericanos, los sistemas educativos fueron desarrollándose a diferentes velocidades. Esta asincronía en los ritmos de desarrollo escolar, no sólo marcó algunas de las evidentes diferencias locales que existen cuando, en América Latina, se compara la historia de los diferentes sistemas educativos nacionales, sino también fue configurando una serie de diferencias internas que explican cómo, hacia su propio interior, los sistemas escolares de cada país se han caracterizado por la heterogeneidad institucional y pedagógica.
Esta heterogeneidad se ha expresado a partir de la configuración de circuitos educativos altamente diferenciados que suelen convivir dentro de aparatos escolares que lejos están de funcionar como sistemas unificados. En otras palabras, la proclamada unidad de los sistemas educativos nacionales siempre fue en América Latina, mucho más una aspiración que una realidad. Circuitos educacionales altamente segmentados y diferenciados (en el tipo de población que atiende, en las condiciones de infraestructura y de ejercicio de la función docente, en materia pedagógica, etc.) han ido configurando un conglomerado institucional donde la norma ha sido, casi siempre, la de ofrecer educación pobre a los pobres, permitiendo apenas a las élites la posibilidad de acceso a una educación de excelencia. Circuitos diferenciados donde el derecho a la educación de calidad, lejos de fundamentarse en un principio de igualdad, se fue constituyendo en un caro privilegio de aquellos en condiciones de poder pagarlo.
Los procesos de segregación incluyentes a los que hace referencia Castel permiten reconocer, cómo, al no haber sido modificada durante las últimas dos décadas esta estructura histórica de discriminación educativa, la universalización en el acceso y permanencia a los sistemas escolares, parcial o total, según el caso, se ha ido yuxtaponiendo a una dinámica de diferenciación institucional injusta y antidemocrática. Lo de siempre: escuelas pobres para los pobres y ricas para los ricos.
Semejante tendencia, al mismo tiempo que atenúa una forma histórica de exclusión educativa, refuerza otra, produciendo en ella, nuevas dinámicas. El mecanismo histórico más eficaz de discriminación educativa (la negación del derecho a la educación a los sectores populares, imposibilitados así de acceder y permanecer en la escuela) ha disminuido tendencialmente su intensidad. Sin embargo, no por esto, la exclusión educativa ha desaparecido o está en camino de hacerlo. Aún hoy, 39 millones de analfabetos absolutos son, en América Latina, la marca inocultable de éste apartheid educativo. La posibilidad de disminución de estos índices, más allá de la positividad que conlleven, no necesariamente deberá significar el fin de estas políticas de segregación, sino el refuerzo de dinámicas diferenciadoras que intensifican los procesos de exclusión incluyente, los pobres pueden tener acceso al sistema escolar, siempre que no se cuestione la existencia de redes educacionales estructuralmente diferenciadas y segmentadas, donde la calidad del derecho a la educación a la cual se accede está determinada por la cantidad de recursos que cada uno tiene para pagar por ella. En otras palabras, al ampliarse el acceso y la permanencia en un sistema educativo cuya estructura misma es segmentada, las posibilidades de ingreso y egreso del aparato escolar acaban siendo también inevitablemente diferenciadas. Que todos tengan acceso a la escuela no significa que todos tengan acceso al mismo tipo de escolarización.
Esto siempre ha sido así en América Latina. Y lo es mucho más ahora, después de veinte años de ajuste. El debilitamiento de los obstáculos que frenaban el acceso a la escuela no ha significado, por tanto, el fin de las barreras discriminatorias, sino su desplazamiento hacia el interior de la propia institución escolar. Tonalidades diferentes en los procesos de exclusión y, consecuentemente, nuevos escenarios de segregación y resistencia. La exclusión educativa no ha cesado. Simplemente, se ha desplazado.
El escenario heredado de estas reformas se torna más dramático al reconocer que otro de los supuestos méritos del neoliberalismo, no es sino el inocultable emblema de su rotundo carácter antidemocrático y excluyente. Con frecuencia, los reformadores de turno afirman que hoy el centro de las políticas públicas son los agentes, los actores, las personas. Siendo así, dicen, una política que promueva la equidad debe atender a aquellos que se encuentran en una situación de desventaja (pobres, analfabetos, niños, desempleados, en suma: excluidos). Objetivo loable que ha dado origen a un sin número de políticas focalizadas, mediante las que se presenta un abanico medianamente amplio de programas sociales de todo tipo: acciones compensatorias, sistemas de adopción de escuelas y/o personas (“adopte un analfabeto”, “apadrine la escuelita de su barrio”) estimula a la responsabilidad social de todos (especialmente del empresariado), voluntariado, promoción de acciones filantrópicas, etc. La profusión de propuestas y la histérica gritería que destaca sus loas, suele dar la impresión que los pobres, aunque sean cada vez más pobres, al menos tienen alguien que se acuerda de ellos. Que el 2001 haya sido declarado el Año Internacional del Voluntariado, sin lugar a dudas, permitió la difusión de una amplia gama de discursos que enaltecen el altruismo y la generosidad como estrategias de lucha contra la pobreza y sus efectos colaterales. “Sea amigo de los
pobres”, pasó a ser la consigna del momento, en la avalancha de mensajes disparados por el marketing social de empresas y gobiernos, ahora sensiblizados por el color, el tamaño, la forma y el olor de la miseria.
Pero el problema parece ser más serio
Resulta evidente que la exclusión es un estado, una condición. Sin embargo, el estado de exclusión no explica, por sí mismo, las razones que lo producen. Un analfabeto, por ejemplo, está excluido. La condición de analfabeto nos aporta elementos para saber dónde ese individuo se encuentra socialmente, aunque no por qué se encuentra ahí. Si esto no fuera así, nos enfrentaríamos al tautológico  argumento de que los analfabetos están excluidos por ser, justamente, analfabetos y son analfabetos por ser excluidos. Para evitar semejante reduccionismo, resulta evidente que existe una diferencia entre la
condición del excluido (un estado) y las dinámicas de exclusión (un proceso). De tal forma, no toda acción tendiente a acabar con el analfabetismo supone acabar con las causas que producen los procesos de exclusión educativa de millones de individuos, uno de cuyos indicadores es el número de analfabetos existentes en un determinado momento histórico. Asimismo, tal como afirmamos, la disminución del número de niños que abandonan la escuela no es, por sí sólo, un dato que permita festejar el fin de la exclusión escolar.
La condición de excluido es el resultado de un proceso de producción social de múltiples formas y modalidades de exclusión. Como proceso, como relación social, la exclusión no desaparece porque se “atacan” sus efectos, sino sus causas.
Y, para seguir con nuestro ejemplo, la causa del analfabetismo no son los analfabetos. Por esto, las políticas que preocupadas aparentemente con la “gente”, desarrollan programas focalizados para “atender” a los pobres, aunque tengan efectos compensatorios de mayor o menor alcance, no impiden, bloquean o limiten la producción de nuevas exclusiones y, consecuentemente, de nuevos excluidos a ser atendidos por otros programas “sociales” en el futuro.
La consolidación de una sociedad democrática depende no sólo de la existencia de programas para “atender” a los pobres, sino de políticas orientadas a acabar con los procesos que crean, multiplican, producen socialmente la pobreza. Dos décadas de ajuste en el campo educativo, demuestran el corto alcance de una serie de acciones focalizadas que, lejos de resolver el brutal apartheid educativo sufrido por los sectores populares, volvió la pobreza más edulcorada gracias al efecto redentor del neofilantropismo empresarial y gubernamental. Una pobreza que, al ser atacada con “sensibilidad y responsabilidad social”, acabó por parecer más tenue, menos dramática, menos importante o incómoda. Una pobreza desprocesualizada, sin relaciones, sin vínculos. Una pobreza privada, cuya única causa y origen son los propios pobres, los excluidos. Eso: una pobreza pobre, pero, gracias a la acción generosa y voluntaria de todos, no es tan grave.
La exclusión y el silencio
Sin embargo, el problema más grave quizás no sea que, en América Latina, el proceso histórico de exclusión educativa, durante estos últimos veinte años, no haya disminuido su intensidad. La cuestión central reside, creo yo, en que nos hemos acostumbrado a esto.
Reconocemos, explícita o implícitamente, por acción u omisión, que la igualdad, los derechos y la justicia social son meros artificios discursivos en una sociedad donde no hay lugar para todos, donde los beneficios de la acumulación de riqueza se concentran haciendo de ésta la región más desigual del planeta. Escuela para todos, sí. Pero derecho a la educación para pocos. No se trata de algo nuevo, es verdad. Aunque lo nuevo parecería ser que casi nadie se indigna porque esto ocurra. En que los poderosos ya ni siquiera prometen que esto no volverá a suceder. El horror ante la barbarie se ha vuelto tenue, una débil queja que se deshace ante el poder omnimodo de individualismo oportunista: “¿para qué embarcarse en una quijotesca e inútil acción a favor de los que nada tienen?”
Lo peor no es que el apartheid educativo continúe existiendo y se haya vuelto más complejo. Lo peor es que parezca inevitable.
La historia del zapato de Mateo, en su trivialidad e irrelevancia, sintetiza una cuestión que quizá sea insoslayable en toda reflexión sobre la relación entre la exclusión y la escuela: ¿en qué medida la práctica educativa contribuye a tornar visibles (o invisibles) los procesos sociales a partir de los cuales determinados individuos son sometidos a brutales condiciones de pobreza y marginalidad? ¿Cuál es el papel de las instituciones escolares en la formación de una mirada que nos ayuda, por ejemplo, a comprender o a desconsiderar los procesos que operan cuando la exclusión se normaliza, cuando se vuelve cotidiana perdiendo poder para producir espanto? “La exigencia de que Auschwitz no se repita – afirmó cierta vez Theodor Adorno – es la primera de todas para la educación” (Adorno, 1995: 119) El desafío político de la educación se resume de forma emblemática en aquella célebre frase del filósofo de Frankfurt. No hay como evitar la barbarie si no luchamos para transformar, limitar, destruir las condiciones sociales que la producen. El silencio, la atenuación, el ocultamiento edulcorado de la exclusión hacen que ésta se vuelva más poderosa, más intensa, menos dramática y, por lo tanto, más efectiva.
La escuela democrática debe contribuir a volver visible lo que la mirada normalizadora oculta. Debe ayudar a interrogar, a cuestionar, a comprender los factores que históricamente han contribuido a producir la barbarie que supone negar los más elementales derechos humanos y sociales a las grandes mayorías. La escuela democrática debe ser un espacio capaz de nombrar aquello que, por sí mismo, no dice su nombre, que se disfraza en los grotescos eufemismos del discurso light, apacible, anoréxico. El discurso cínico de nuestros gobiernos, de los mercaderes de la fe, del empresariado sensible y de los druidas tecnocráticos que, a vuelo rasante, tratan de interpretar la realidad desde las universidades o desde los gabinetes ministeriales.
Al nombrar la barbarie, la escuela realiza su pequeña, aunque fundamental, contribución política a la lucha contra la explotación, contra las condiciones históricas que hacen, de las nuestras, sociedades marcadas por la desigualdad, la miseria de muchos y los privilegios de pocos. Aporta a la lucha contra estas condiciones y contribuye a crear otras.
Posibilidad que nos permite desencantarnos del desencanto, librarnos de la resignación, recuperar o reconstruir nuestra confianza en la posibilidad de una sociedad basada en criterios de igualdad y justicia. Una sociedad donde la proclamación de la autonomía individual no cuestione los derechos y la felicidad de todos. Una sociedad donde la diferencia sea un mecanismo de construcción de nuestra autonomía y nuestras libertades, no la excusa para profundizar las desigualdades sociales, económicas y políticas. Es en la escuela democrática donde se construye la pedagogía de la esperanza, antídoto limitado, aunque necesario contra la pedagogía de la exclusión que nos imponen desde arriba y que víctimas del desencanto o del realismo cínico, acabamos reproduciendo desde abajo.
Aquella mañana, el sol tenía un brillo especial. Quizás lo fuera por la risa de Mateo que, ya despierto, me invitaba a revolearme con él, a morderlo, a besarlo, a cantar.
Traté de imaginar qué tipo de escuela iba a tener la suerte (o la desgracia) de conocer. No lo sé... Espero que sea una que le permita distinguir la diferencia entre dos pies descalzos, entre un trivial descuido y una brutal negación. Sólo eso. Una escuela que lo ayude a reconocer la diferencia entre dos pies descalzos, y a sentir vergüenza al descubrir que, muchas veces, sólo somos capaces de percibir la existencia de aquel que supuestamente perdió el zapato.

Pablo Gentili
Laboratorio de Políticas Públicas (LPP) Universidad del Estado de Río de Janeiro (UERJ)
Ponencia presentada el 20 de setiembre en el Paraninfo de la Universidad
Pablo Gentili es profesor de la Universidad del Estado de Río de Janeiro. Autor entre otros, de Poder económico, ideología y educación (Miño y Dávila, 1994); Cultura, política y currículo. Ensayos sobre la crisis de la escuela pública (con Tomaz Tadeu da Silva y Michael Apple, Losada, 1997) y A falsificacao do consenso. Simulacro e imposicao na reforma educacional do neoliberalismo (Vozes, 1998). También ha publicado en cuadernos de pedagogía: “Escuela, gobierno y mercado”.